
La mañana del 1 de noviembre de 1775, un fuerte terremoto destruyó la mayor parte de la ciudad de Lisboa, dejando como resultado un número incalculable de víctimas. Este trágico suceso conmovió a toda Europa, provocando, a su vez, grandes cuestionantes para la fe. El argumento era claro: “¿Cómo pudo Dios haber permitido semejante desastre?”.
El intento de responder a esta pregunta dio origen a una disciplina filosófica: la Teodicea, cuya finalidad era la de dar razón de la existencia de Dios desde el punto de vista de la filosofía, sin necesidad de recurrir al discurso teológico, entiéndase de la fe (aunque el término “teodicea” había sido acuñado por el filósofo Leibniz 60 años antes). Una situación parecida se da cada vez que en cualquier parte del mundo se verifican violentos fenómenos naturales que dejan a su paso desolación y muerte.
Es el caso del reciente terremoto en Haití, cuyo drama de dantescas representaciones hemos seguido de cerca y continuaremos, lamentablemente, siguiendo por mucho tiempo. Algunos han tenido la osadía de afirmar que esto le sucedió a Haití como un castigo de Dios, consecuencia de su ira desatada a causa de un antiguo pacto de los haitianos con el diablo.
También no faltan aquellos que cuestionan a Dios por tantas pérdidas humanas, y por el sufrimiento de tanta gente que lo ha perdido todo. Ambas posiciones tratan de darse una respuesta, sin embargo no son éstas las más indicadas, ya que no se corresponden con la realidad de las cosas.
En primer lugar, la destrucción no es el modo de proceder de Dios, y si bien es cierto que en la Biblia aparecen algunos casos de destrucción como en el caso del Diluvio y Sodoma y Gomorra, sabemos que el Señor hizo un pacto de no destruir su creación (Gn 9, 11-17). Las mismas Sagradas Escrituras se hacen eco del amor paciente de Dios, que no obstante las infidelidades de su pueblo, permanece fiel a su promesa: “¿Cómo voy a dejarte, Efraín, cómo entregarte, Israel ?... Se me revuelve el corazón, se me conmueven las entrañas. No cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraín ; que yo soy Dios y no hombre, santo en medio de ti”… (Os 11,8-9).
Dios no puede contradecirse y, por tanto, no puede destruir su creación. Además, Dios ha dotado la naturaleza de leyes autónomas, que se rigen según parámetros verificables por las leyes de la física, la química y la biología. Si Dios interfiriera a cada momento en el decurso de la naturaleza, estaría violando el principio de libertad que rige no sólo la naturaleza, sino también el ser humano mismo. Por otra parte, si bien es cierto que las consecuencias de estos desastres son sufridas siempre por los más pobres, no es la culpa de Dios el que los seres humanos vivan en condiciones precarias, ya que Él ha dotado al mundo de los recursos necesarios para que todos los habitantes del planeta puedan vivir dignamente.
Ha sido el egoísmo de unos pocos que ha impedido la justa distribución de los bienes de la tierra entre todos sus habitantes. No culpemos a Dios del sufrimiento de la humanidad. Busquemos más bien el modo en que cada uno pueda contribuir a evitarlo y combatirlo.
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